La idea de individuo e identidad como fundante de los desórdenes morales contemporáneos.

La identidad tal y como la entendemos es falsa. Locke inventó la idea de «identidad». La identidad sólo emerge dentro de la esfera pública de la democracia liberal como algo opuesto al yo privado-doméstico.  Es una apariencia del yo, una falsificación. Si algo define a la idea de individuo libeal, es la separación o la afirmación de la identidad respecto al yo.

La expresión/tradición cultural tiene una base material en las realidades históricas, la identidad no. Cambia según el capricho de la persona porque existe sólo como una extensión del yo (que está en constante cambio), este es uno de los problemas de la idea ilustrada de que le confiere al individuo agencia moral (según Alsadir Mcintrye), con la diferencia de que se trata de definir dicha identidad en términos racionalistas, para luego crear «derechos subjetivos» como producto de ellos.

Una vez entendido esto, nos es posible entender también el lugar clave que tienen los tres conceptos en el esquema moral propiamente moderno, el de derechos, el de protesta y el de desenmascaramiento.  Rápidamente sabréis a lo que me refiero: Por «derechos» no me refiero a los derechos conferidos por la ley positiva o la costumbre a determinadas clases de personas; quiero decir aquellos derechos que se dicen pertenecientes al ser humano como tal (como si el individuo existiera antes que la sociedad, aún cuando el individuo es también una creación moderna) y que se mencionan como razón para postular que la gente no debe interferir con ellos y su búsqueda de la vida, la libertad y la felicidad.

La idea de la identidad brota de estos conceptos ilustrados, que reorganizados bajo una idea subjetivista de la identidad individual (abstracción sobre abstracción), se han puesto en el centro del panorama de los políticos occidentales. Todo esto como es lógico no podría haber surgido en una sociedad sin los desórdenes morales que hemos sufrido los occidentales, donde se ha perdido la conexión entre autoridad moral (sea humana o escrita) e individuo (concepto también creado por la ilustración).

Son los derechos que en el siglo XVIII fueron proclamados derechos naturales o derechos del hombre. En ese siglo fueron definidos característicamente de modo negativo, precisamente como derechos con los que no se debe interferir. Pero, a veces, en ese mismo siglo y mucho más a menudo en el nuestro, derechos positivos (ejemplos son los derechos a la promoción, la educación o el empleo) se han añadido a la lista. 

La expresión «derechos humanos» es ahora más corriente que cualquier otra expresión dieciochesca (del siglo XVIII). Sin embargo, y de cualquier modo, positivo o negativo, que se invoquen, se sobreentiende que atañen por igual a cualquier individuo, cualquiera que sea su sexo, raza, religión y poco o mucho talento, y que proveen de fundamento a multitud de opciones morales concretas. La mejor razón para afirmar de un modo tan tajante que no existen tales derechos, es precisamente del mismo tipo que la mejor que tenemos para afirmar que no hay brujas, o la mejor razón que poseemos para afirmar que no hay unicornios: el fracaso de todos los intentos de dar buenas razones para creer que tales derechos existan naturalmente (sin autoridad que los cree, en este caso el soberano que los garantiza). 

En la declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos humanos de 1949, la práctica de no dar ninguna buena razón para aseveración alguna, que se ha convertido en normal para las Naciones Unidas, se sigue con gran rigor. La existencia de tales derechos no puede ser demostrada, pero en este punto subraya simplemente que el hecho de que una declaración no pueda ser demostrada no implica necesariamente el que no sea verdadera. Lo que es cierto, pero podría servir igualmente para defender presunciones sobre los unicornios y las brujas. Los defensores filosóficos dieciochescos de los derechos naturales a veces sugieren que las afirmaciones que plantean que el hombre los posee son verdades axiomáticas; pero sabemos que las verdades axiomáticas no existen. Los filósofos morales del siglo XX han apelado en ocasiones a sus intuiciones, aunque esto siempre ha generado argumentos que parecen puros psicologismos que van muy conectados con esa idea de identidad.

El concepto de derechos fue generado para servir a un conjunto de propósitos, como parte de la invención social del agente moral autónomo; el concepto de utilidad se diseñó para un conjunto de propósitos completamente diferente. Y ambos se elaboraron en una situación en que se requerían artefactos sustitutivos de los conceptos de una moral más antigua y tradicional, sustitutivos que aparentaban un carácter radicalmente innovador e incluso iban a dar la apariencia de poner en acto sus nuevas funciones sociales. De ahí que cuando la pretensión de invocar derechos combate contra pretensiones que apelan a la utilidad o cuando alguna de ellas o ambas combaten contra pretensiones basadas en algún concepto tradicional, no es sorprendente que no haya modo racional de decidir a qué tipo de pretensión hay que dar prioridad o cómo sopesar las unas frente a las otras. La inconmensurabilidad moral es ella misma producto de una peculiar conjunción histórica.

Esto nos proporciona un dato importante para entender la política de las sociedades modernas. La cultura del individualismo burocrático weberiano resulta ser un debate político característicamente abierto entre un individualismo que sienta sus

pretensiones en términos de derechos y formas de organización que hacen creer que estos son una realidad, obviamente bajo una forma ficticia que tiene una serie de derechos garantizados por el poder y la burocracia estatal (aún cuando existen gracias a esta y no en ausencia de ella, ahí su desmitificación como pura voluntad derivada del individualismo burocrático y sus conceptos universales y naturales al individuo).

Las formas inacabables del debate moral contemporáneo, se producen por la interminabilidad de dichos debates como consecuencia de ser cierta una versión modificada de la teoría emotivista sobre el juicio moral que apela al individuo y a su identidad ficticia.

Así, el punto terminal de la justificación siempre es, desde esta perspectiva, una elección que ya no puede justificarse, una elección no guiada por criterios.  Cada individuo, implícita o explícitamente, tiene que adoptar sus primeros principios sobre la base de una tal elección. El recurso a un principio universal es, a la postre, expresión de las preferencias de una voluntad individual y para esa voluntad sus principios tienen y sólo pueden tener la autoridad que ella misma decide conferirles al adoptarlos. Con lo que nos hemos aventajado en gran cosa a los emotivistas, a fin de cuentas.

Esta concepción de la vida humana completa como sujeto primario de una valoración impersonal y objetiva, de un tipo de valoración que aporta el contenido que permite juzgar las acciones y proyectos particulares de un individuo dado, deja de ser generalmente practicable en algún punto del progreso —si podemos llamarlo así— hacia y en la modernidad. Esto ha pasado hasta cierto punto desapercibido porque históricamente se considera por la mayoría no como una pérdida, sino como una ganancia de la que congratularse viendo en ella, por una parte, la emergencia del individuo libre de las ligaduras sociales, de esas jerarquías constrictivas que el mundo moderno rechazó a la hora de nacer, y por otra parte liberado de lo que la modernidad ha tenido por supersticiones de las sociedades europeas pretéritas.

En muchas sociedades tradicionales premodernas, se considera que el individuo se identifica a sí mismo y es identificado por los demás a través de su pertenencia a una multiplicidad de grupos sociales. Soy hermano, primo, nieto, miembro de tal familia, pueblo, tribu, comunidad. No son características que pertenezcan a los seres humanos accidentalmente, ni de las que debían despojarse para descubrir el «yo real». 

Son parte de mi substancia, definen parcial y en ocasiones completamente mis obligaciones y deberes. Los individuos heredan un lugar concreto dentro de un conjunto interconectado de relaciones sociales; a falta de este lugar no son nadie, o como mucho un forastero o un sin casta. Conocerse como persona social no es, sin embargo, ocupar una posición fija y estática. Es encontrarse situado en cierto punto de un viaje con estaciones prefijadas; moverse en la vida es avanzar —o no conseguir avanzar— hacia un fin dado. Así, una vida terminada y plena es un logro y la muerte el punto en que cada uno puede ser juzgado feliz o infeliz. De aquí el viejo proverbio griego «Nadie puede ser llamado feliz hasta que haya muerto».

Esta concepción de la vida humana completa como sujeto primario de una valoración impersonal y objetiva, de un tipo de valoración que aporta el contenido que permite juzgar las acciones y proyectos particulares de un individuo dado, deja de ser generalmente practicable en algún punto del progreso —si podemos llamarlo así— hacia y en la modernidad. Al decir esto, por supuesto, vale la pena observar que el yo peculiarmente moderno, el yo emotivista, cuando alcanzó la soberanía en su propio dominio bajo las identidades y soberanía individual, que realmente está condicionada por el individualismo burocrático que realmente gobierna mediante instituciones la sociedad, haciéndolo todo más confuso, se perdió los límites tradicionales que una identidad social y un proyecto de vida humana ordenado a un fin dado que le habían proporcionado.  


Sin embargo, necesitamos recordar también que si el yo (y su identidad ficticia) se separa decisivamente de los modos heredados de teoría y práctica en el curso de una historia única y singular, lo hace en una variedad de maneras y con una complejidad que sería empobrecedor ignorar. Cuando se inventó el yo distintivamente moderno, su invención requirió no sólo una situación social bastante novedosa, sino también su definición a través de conceptos y creencias diversos y no siempre coherentes. Lo que entonces se inventó en este punto fue la idea de individuo, una idea moderna sobre la que se construye (a pesar de ser una ficción) buena parte de las ideas políticas de nuestro presente en marcha, siendo la principal, como indique el otro día la idea en la publicación “¿La izquierda es hipercapitalista?” Valores de izquierda como autonomía, libertad e igualdad están agravando el desarraigo social.” enlazándose perfectamente dichos desórdenes morales contemporáneos con los mitos que fundan las políticas públicas en nuestro presente actual

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